viernes, 7 de septiembre de 2012

" Lobos "

Recuerdo cuando de niño al caer la noche y marchar a la cama el mayor de los miedos era que viniera el lobo a asustarme, a llevarme o, en el peor de los casos, a comerme allí mismo.
Y es que, ¿qué había más temible que el lobo? Con sus ojos amenazantes, con sus terribles zarpas, con su penetrante aullido  y con su completo y conocido historial de víctimas en todos y en cada uno de los cuentos de la infancia.
Pues un buen día, que ni recuerdo cuándo, ese lobo desapareció de mi vida y no volví a saber nada de él.
Es cierto que aparecieron otros temores distintos: unos más etéreos, como los sueños, aventuras y desventuras de la pubertad; otros sobre el pasado mañana, como planes de futuro de la primera madurez;  otros más materiales, como trabajos o inversiones… Pero nunca tan amenazantes como aquel lobo de niño.
Pobre de mí, me confié. Me acostumbre. Llegué a pensar que esos nuevos temores eran los más graves que podría tener nunca. Me olvidé incluso del lobo. Es cierto, ya ni pensaba en él como amenaza.  Lo leía de pasada en los cuentos de mis hijos y se me olvidó de qué manera podía llegar a asustarles.
Yo en cambio algunos días entonces hasta me desvelaba por el día a día del trabajo, o por la falta de él, por una pequeña discusión, por dudas internas irrelevantes con el paso del tiempo, … A la mañana siguiente no eran más que unas menores o mayores ojeras que acababan desapareciendo con cremas y café.
¡¡Cómo echo de menos esos desvelos absurdos!!
Hace algo más de diez meses que ha vuelto el lobo.
Y lo peor es que no sólo le da por aparecer por las noches, sino que se ha instalado a mi lado. Vive conmigo.  Puede parecer terrible, ¿verdad?.  Pues eso no es todo. Cuando llegan algunas fechas o situaciones concretas (cumpleaños, aniversarios, viajes, vacaciones,…) piensa que son sus "lunas llenas" y no está sólo, no; se trae a todo el clan. ¡¡Esto sí que es miedo!!
Si de niño me daba por llorar y taparme con la sábana, ahora, aunque sigo llorando, he decidido plantarles cara y echarles para “casi siempre” de mi vida. Sé que no lo conseguiré, pero quiero pensar que si lo intento al menos aprenderé a convivir con ellos. No quiero ser su amigo; sólo verlos a mi lado y no tenerles miedo. Encontrar un equilibrio en esa permanente y amarga compañía.
Pero, de momento, sigo escondiéndome y llorando entre las sábanas y ahora ni el café disimula mis ojeras. Y a diferencia de antes, ellas ya no me preocupan.


 

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